Patricia
Fernández
Guatemala
Para
papi, por supuesto.
Mi padre tenía el arte de convertir en
fantásticas las cosas más simples. Siendo muy pequeños mis hermanos y yo,
compró un terreno en las afueras de la ciudad para pasar en él los fines de
semana. Al principio no era más que una enorme explanada por la que
correteábamos como potrillos. Hasta que construyeron la cabaña, dormíamos en
una tienda de campaña que para nosotros era tan grande como una casa. Tenía un
área central en la que mi madre acomodaba los catres de mi padre y ella, y dos
compartimientos laterales, más pequeños, en los que nos apretujábamos los
niños. Por las noches, al calor del fuego, observábamos las estrellas y nos
quedábamos dormidos escuchando las historias que papá nos contaba.
Mientras mi madre se
afanaba plantando flores y grama, mi padre sembró, en la parte más retirada del
terreno, un bosque de lo más diverso. Cipreses, ficus, eucaliptos, pinos, araucarias,
limoneros, manzanos y muchos otros poblaron el bosque desordenado, como lo
llamábamos. De nada sirvieron las quejas de mi madre, que decía que aquello se
convertiría en un caos. Tuvo razón, pero resultó muy entretenido verlo crecer.
No había dos árboles iguales.
Al llegar a la
adolescencia la granja perdió su encanto y dejamos de ir. Sin nuestra compañía,
mis padres espaciaron las visitas. Sin embargo, años más tarde decidieron
trasladarse a vivir ahí de forma definitiva. Gracias a eso, volvimos a
frecuentarla. Para entonces la familia había aumentado considerablemente, así que ampliaron la cabaña para que cupiéramos todos.
Motivados por la
imaginación de mi padre, la carpa grande pasó a ser el castillo medieval de los
diez nietos y el bosque desordenado un espacio mágico que se transformaba de
acuerdo a la aventura del día. Algunas veces, la arboleda era un país dominado
por gigantes rebeldes a los que les gustaba el rock and roll. Otras, un lugar misterioso por el que se deslizaban
serpientes que, escondidas entre la hojarasca, escupían a los niños. En sus
carreras por huir de los reptiles peligrosos, los pequeños recibían los orines
de las ardillas, que se enfadaban porque decían que en ese bosque solo ellas
tenían derecho a gritar. Las escupidas y meados provenían del riego
―subterráneo y de goteo― que mi padre encendía y apagaba a capricho, ahogando
su risa para no ser descubierto. Hijos y nietos estamos convencidos de que en
la granja pasamos las mejores vacaciones de nuestras vidas.
Pero lo que más recordaremos
serán las historias que mi padre nos contaba, primero al calor de la fogata y luego al de la chimenea.
Cada una de ellas, sin excepción, empezaba con la misma frase. Bastaba con
escucharle decir: «Había una vez un niño» para que corriéramos a sentarnos a su
alrededor. A partir de esa oración mi padre inventaba relatos maravillosos. Su
magia consistía en adaptar la historia a la situación que vivía alguno de
nosotros. Así, escuchamos cuentos de niños que se rompían los huesos al
golpearse contra una almohada; pequeños olvidados durante semanas en casa de
algún amigo, o cocodrilos que robaban dientes de leche para pegárselos en su
propia boca y así morder mejor a los despistados que se acercaban al río. Sus
relatos aligeraban las cargas.
Un día en el que yo me
sentía especialmente desanimada por el mal momento que Adrián y yo estábamos
pasando, propuse ir a la granja a pasar el fin de semana, pero él se negó. A
pesar de las protestas de nuestros hijos, no quise insistirle. Me vendrían bien
un par de días sin él. Necesitaba pensar. Decidir.
Al vernos llegar mi
padre me miró inquisitivo, preguntó por mi esposo y como pareció contentarse con
la respuesta vaga que le di, pensé que lo había engañado.
Sin ponernos de
acuerdo, los cuatro hermanos llegamos ese fin de semana. La cabaña se llenó con
el olor a comida caliente, los chillidos de los niños subiendo y bajando las
escaleras a todo galope y el crujir de los leños que se quemaban lentamente. Pasé
el sábado sentada frente a la chimenea, cubierta con una manta y el libro
cerrado sobre mi regazo.
Al anochecer, mi padre
se acomodó en un sillón cercano al mío y, sin ningún preámbulo dijo: «Había una
vez un niño que quería ser árbol». Los nietos se acercaron a escuchar otra de
sus maravillosas y cándidas historias. Incluso yo olvidé la taza de chocolate
que me calentaba las manos. Al terminar el relato preguntó al aire qué árbol le
gustaría ser a cada uno y por qué. Los niños se apresuraron a responder:
―Yo, eucalipto ―dijo
una―, para tener uñas plateadas.
―¡Yo, pino! ―gritó otro―,
para tirarles piñas a los chuchos que me orinen encima.
―Tú, limonero ―agregó mi
hermano mirando a su mujer―, por ácida.
En medio de las risas
escuché la voz de mi padre:
―Y a tí, Ana, ¿qué
árbol te gustaría ser?
―¿Yo? No sé, papi. No
quiero jugar ―dije con desgano.
―¡Sí, mami! ―gritó mi
hijo pequeño― ¿qué árbol del bosque desordenado serías tú?
―El árbol que yo sería
no está en el bosque desordenado ―respondí, cayendo en el juego.
―¿No está? ―preguntó mi
hermana, irónica― ¿Falta alguno?
―Si yo fuera árbol, sería
palmera ―sentencié, muy seria.
―¿Palmera? ―preguntó mi
sobrina― ¿Porque siempre estás despeinada?
La carcajada fue
general.
―Sí, por eso ―respondí,
enseñándole la lengua―, pero también porque son desenfadadas y siempre están
contentas. Pero, sobre todo ―dije, mirando a mi padre―, porque cuando vienen
las tormentas las enfrentan con valentía. Se doblan ante los fuertes vientos,
pero hace falta algo más bravo que un huracán para arrancarlas de raíz. Y
luego, cuando la tormenta pasa, se enderezan, se estiran, sacuden sus hojas y
vuelven a ser felices.
―Hasta que llega la
siguiente tormenta ―agregó mi padre, fijando los ojos en mí.
―Hasta que llega la
siguiente tormenta ―repetí, sosteniendo su mirada―. Mientras tanto, se divierten
tirándoles cocos a los niños que las molestan ―terminé, lanzando un cojín a mi
sobrina.