Unas horas antes de que saliera el sol, los barrenderos de la ciudad se levantaron de sus camas, se bañaron (los que bien pudieron), desayunaron (también los que bien pudieron) y empezaron la rutina de pintarle un rostro a un paisaje que está lleno de miserias.
Paso a paso, los barrenderos desdibujan la noche mientras empujan hacia las alcantarillas, o tiran dentro de los botes de basura, los restos de las evidencias: bolsas de comida rápida, colillas de cigarrillos, fumados a solas o en compañía, y condones chorreantes, prueba de una noche de amor... o de una ilusión de ser amado.
Las ciudades, como los humanos, se lavan, se pintan, se barren, se acicalan y se decoran para dar la sensación de que todo está bien. De que si no se muestra, el problema no existe. Las primeras a golpes de escoba y pala, los segundos con cortas pinceladas y lápices de colores. Todo un arte en ambos casos. Porque la belleza ayuda a pasar el día. O porque, a la luz del día, la oscuridad de la noche parece muy lejana.
A las ciudades, como a los humanos, los maquillamos para esconder miserias.