viernes, 19 de febrero de 2016

Mente (Fernando Maremar)

Existen libros que empiezas a leer sin tener la más mínima idea de lo que encontrarás entre sus páginas. Eso me pasó con Mente, una de las novelas que ha escrito Fernando Maremar, mi profesor de primer año del curso «Itinerario de novela». Corría el año 2014. 

Compré el libro con la curiosidad (confieso que un poco perversa) de ver cómo escribía quien me estaba enseñando a escribir a mí. Quería saber qué tipo de escritor era ese maestro que me exigía mucho más de lo que yo me creía capaz; que corregía mis textos y los de mis compañeros con una lupa digna del más respetado investigador.

Fernando me sorprendió. Desde las primeras líneas me agarró en volandas y me sumergió en los contrastes de las grandes ciudades, esas en las que las personas no son nada y, a la vez, lo son todo. Me presentó a Udelia, la joven protagonista que, solitaria y anodina, trabajaba desde su casa, navegando siempre en la internet y moviéndose por su pequeño estudio en la silla de ruedas a la que vivía confinada desde que, siendo muy pequeña, una rara enfermedad la privó de caminar. Me contó de la ilusión que ella tenía de ver las estrellas y como, cada tarde, con gran esfuerzo se apoyaba en el alféizar de la ventana para intentar ver esos astros que le eran vedados junto con la noche.  Me mostró también los secretos del desierto; la calidez y el abrigo que pueden encontrarse detrás de su aparente falta de hospitalidad.

            Sin permitirme poner los pies en el suelo, Fernando me hizo ver que dos mentes que se encuentran, se admiran, se respetan y se complementan pueden llegar a compartir una intimidad más profunda que el sexo. Sin mencionarlo, me habló de identidad, de lealtad, de fe, de amistad, de tomar las riendas de la vida. De las fallas y los aciertos que existen en todos los sistemas creados por el hombre.

La prosa limpia, sencilla y libre de afecciones me hizo pasar las páginas virtuales del kindle preguntándome qué vendría a continuación, qué tenían que contarme cada uno de los entrañables personajes que pueblan esta historia. 

Y el final. Ese final que te obliga a poner en práctica todo lo que has ido aprendiendo a lo largo de la lectura: que la vida es una decisión y que cada decisión que tomamos en nuestro presente modifica para siempre nuestro futuro.

Con esta hermosa novela, Fernando Maremar consiguió algo que muy pocos escritores logran: que al pasar la última página haya cerrado el libro y, con él sobre el regazo, sintiera la zozobra que se mete en el cuerpo cuando nos despedimos de un buen amigo.

Para terminar, cito las palabras de Miriam Beizana, otra lectora que comentó esta novela y que resumen muy bien lo que yo sentí: «No dejaba de sorprenderme mientras leía, sin poder dejar de hacerlo, sin poder dejar de fascinarme, cómo era posible que esta novela pudiera perderse en la interminable biblioteca amazónica como una más, si estaba dotada de una calidad a la altura de la ciencia ficción más aclamada».


Patricia Fernández

Febrero 2016

viernes, 12 de febrero de 2016

Del color de la leche

El libro llegó a mis manos como una joya que no se espera. Nell Leyshon y su novela "Del color de la leche" eran completamente nuevas para mí. 

La protagonista es Mary, una niña de catorce años que nació con el pelo del color de la leche y un defecto en una pierna. Vive con sus padres y sus hermanas en un pueblo de la Inglaterra de mil ochocientos treinta; en una pequeña granja en la que todos, sin excepción, trabajan para mantenerla precariamente. Sin embargo, y a pesar del trabajo arduo, las carencias materiales, la rigidez del padre y la sumisión de la madre, Mary no se queja ni es infeliz. Todos los días pasa un rato con su abuelo paralítico, con el que tiene una buena relación nacida del carácter agudo y el sentido del humor que ambos comparten. Su abuelo es su cómplice, lo más cercano a un amigo.

Un día el padre anuncia a Mary que, para que la familia tenga un poco más de dinero, ella deberá trasladarse a vivir a la casa del vicario. Allí  ayudará con los quehaceres y cuidará de la esposa del cura, enferma desde hace mucho tiempo. La vida en la nueva casa transcurre sin grandes contratiempos hasta que la niña descubre las letras y, ayudada por el propio vicario, aprende a leer y a escribir.

Del color de la leche es una denuncia que se lee con estupor primero y con indignación después. Como bien dice Valerie Luiselli en el bello prólogo que escribió con el asombro que le dejó la lectura del libro: "es una historia poderosa que desciende al bajo fondo de una vida que se disolvió en la escritura y que solo puede recobrarse en el silencio de nuestra lectura. Un silencio largo, estremecido y lleno de rabia".

Y es que es así, justamente, como se lee esta magnífica novela narrada sin alardes ni victimismos: en un silencio sobrecogedor y un respeto profundo por esa niña que añoraba volver a su hogar, y a la que aprender a leer y a escribir le sirvió únicamente para contar su historia.

Patricia Fernández
Febrero, 2016

domingo, 7 de febrero de 2016

Kilómetros cero


En julio de 2015 fui a reencontrarme con Madrid, la ciudad de mi padre y, por ello, también la mía. Y digo reencontrarme porque hacía demasiados años que no pasaba en ella más de dos o tres días. Difícil familiarizarse con una ciudad en un tiempo tan corto. 

Durante los muchos días que pasé ahí hice lo que cualquier turista: paseé por sus calles, visité museos, iglesias, palacios, plazas (sobre todo la de Cibeles, mi favorita), fui varias veces a la terraza de Bellas Artes para ver, desde su altura, la magnificencia de esta ciudad grandiosa, cálida y acogedora. Por supuesto, no me faltó la foto en la Puerta del Sol, en el punto exacto donde se encuentra el kilómetro cero de España.



Pero también intenté, por dos semanas, ser parte de la vida diaria de Madrid. Hice la compra en el supermercado más cercano al piso en el que me instalé, fui al correo, me quedé en casa leyendo, caminé al paso que marcaban los días.




Ayer hice otro tipo de turismo aquí, en Guatemala. El que muchos hacemos solo cuando vienen familiares o amigos del extranjero, cuando ir al mercado y al parque central se convierten en un paseo obligatorio. Esta vez, las visitas fueron unos amigos chilenos de una de mis hijas.




Caminando por el parque y frente al palacio, les mostré la placa de bronce de donde parten todos los caminos de esta patria mía que, por casualidad o no, siguiendo rutas insospechadas, se entrelazaron con los caminos de España y me hicieron nacer aquí.  

Por supuesto, me tomé la foto de ley, como cualquier turista, como cualquier local. 

Qué bien se siente saber que tengo dos 

kilómetros cero de dónde partir. Y dos kilómetros cero a dónde volver. 




miércoles, 3 de febrero de 2016

Laberinto

               


 Laberinto

Me gusta imaginar que estoy aquí,
en esta realidad que no existe
y en esta fantasía que no es.
Creer que no creo en nada
y levantar la vista al suelo
desde lo alto de mi mirada.

Me gusta imaginar que estoy aquí,
rodeada de los que ya no están;
abriendo puertas con llave
y ventanas sin cristal.
Entrando en habitaciones
donde me esperan fantasmas
vestidos de hueso y piel.

Me gusta imaginar que estoy aquí,
de pie sobre esta nube de agua,
cortando con una tijera la niebla de la mañana.

Con solo imaginar que estoy aquí
regreso a lugares a los que nunca he ido
y me pregunto,
¿se puede volver de allí?

Patricia Fernández
Dic. 2011