martes, 9 de octubre de 2018

Grandes sucesos, pequeños detalles

Cuando yo era niña y algo me preocupaba o me entristecía, mi papá solucionaba el problema dándome tortilla francesa con azúcar. No recuerdo si él mismo la cocinaba, pero sí sé que él le espolvoreaba el azúcar como si se tratara de un polvo mágico. No importaba qué me sucediera, nada más meterme a la boca el primer trozo dulce-salado de la tortilla, todas las penas parecían diluirse, evaporarse o, simplemente, achicarse. La sensación de felicidad superaba cualquier contratiempo.
     Llevaba muchos años sin pensar en eso, muchos sin echarle azúcar a mi tortilla francesa o, por lo menos, echándosela sin pensar que con ello aliviaba una pena, una congoja o un contratiempo. Había dejado de asociar la sencillez de ese platillo tan poco llamativo con la felicidad que da el consuelo.
     El sábado por la mañana me levanté muy temprano. La noche anterior había visto, a través de la pantalla de la televisión, cómo se casaba mi hija por lo civil. No pudimos ir a la boda, no pudimos acompañarla, no pudimos estar físicamente a su lado, pero ella, deseosa de que compartiéramos ese momento tan especial, se encargó de que una amiga filmara toda la ceremonia. A cierta hora, mi esposo, mis hijos y yo nos acomodamos alrededor de la pantalla. Fijé la vista en el televisor con ganas de no perderme ni un solo detalle. Mi hija llevaba una chaqueta negra y un vestido color crema, de encaje hindú, que le regaló una amiga suya. Estaba preciosa. No solo porque el vestido era muy bonito, sino porque toda ella irradiaba luz y felicidad. Creo que nunca la había visto más bella. El novio, muy guapo, se había recogido la melena en una coleta.
     La amiga que grabó para nosotros nos fue contando, con mucha simpatía y desparpajo, todo lo que sucedía. Con infinita paciencia respondió las preguntas que le hacíamos, ansiosos como estábamos de enterarnos de todo lo que pasaba. Al terminar la ceremonia, brindamos con cava por la felicidad de los nuevos esposos, nos despedimos de nuestra hija, apagamos el televisor y nos fuimos a dormir. No di ningún abrazo de felicitación y tampoco recibí ninguno. A nadie se nos ocurrió.
     Por la mañana, como decía, me levanté muy temprano. La casa estaba en silencio. La diferencia de horario nos había tenido despiertos hasta las dos de la mañana. Me bañé, me vestí y fui a la cocina pensando en prepararme un café mientras esperaba que los demás se levantaran cuando, repentinamente, me di cuenta de que lo que yo necesitaba era una tortilla francesa con azúcar. Puse a tostar un par de rodajas de pan, saqué un sartén y batí dos huevos con una pizca de sal. Hacía años que no hacía una tortilla francesa. Se necesita práctica para hacerla bien. Tiene su arte doblarla en tres partes y lograr que no se dore más de la cuenta. Para que sea deliciosa, debe quedar esponjosa, ni muy cruda, ni muy cocida. La mía quedó perfecta. La puse en un plato junto a la tostada y un vaso de jugo de naranja y espolvoreé el azúcar acompañada de la sonrisa de mi papá.
     Igual que cuando era niña, mi nostalgia se endulzó con el primer bocado. 


Patricia Fernández
Octubre, 2018

sábado, 1 de septiembre de 2018

Coreografía del desencanto y la música de las palabras

«Ni a usted ni a mí nadie puede garantizarnos con absoluta certeza que nuestra vida de todos los días no forma parte del sueño de alguien a punto de despertar». Marlon Meza Teni





Los libros de relatos tienen, a mi modo de ver, una desventaja frente a las novelas: el lector abre el libro y si al segundo o tercer cuento no está enganchado, no está atrapado entre los hilos de las historias, lo abandona y lo da por leído asegurando, además, que ya lo leyó y no le gustó. Los lectores no solemos dar a los libros de relatos una segunda oportunidad. No pasamos las páginas, como lo hacemos con las novelas, esperando que surja un giro inesperado que nos empuje a seguir leyendo hasta el final.

     Esto no sucede con los relatos que aparecen en Coreografía del desencanto, el libro ganador del certamen BAM Letras 2018 (por cierto, el último que patrocinó el banco).

     Marlon Meza Teni, el autor del libro, es un guatemalteco que vive en París desde hace muchos años. Además de escritor es músico y fotógrafo, por lo que su visión tiene diferentes perspectivas, diferentes enfoques y diferentes ritmos. Los veinte relatos que aparecen en el libro son retazos de vida cotidiana, de circunstancias que nos pueden suceder a cualquiera porque ¿quién no tiene una tía excéntrica o un amigo hipocondríaco? ¿Cuántos de nosotros no hemos podido llorar la muerte de un ser querido porque alguien se aferra de tal forma a su recuerdo que no lo deja morir? ¿Quién no ha pasado —o ha soñado pasar— varios días metido en la cama con la persona que ama o cree amar? ¿Existe alguien a quien no se le haya roto la piel de tanto extrañar?
     Lo que más llama la atención es que aunque los cuentos están narrados  con un sentido del humor socarrón y hasta un tanto irónico, por ellos fluye un río subterráneo en el que navegan la reflexión, la soledad, la necesidad de ser amado y la nostalgia por el país que se dejó atrás jurando nunca volver. Las  historias de Marlon son un camino de curvas que pueden llevar a cualquier parte: cuando crees que se está riendo de todo, que se está burlando de la vida y lo grotesca que puede llegar a ser, pasas la página y te encuentras con una carta «encontrada en un diccionario enciclopédico» en la que un hijo se despide de su padre antes de irse a vivir a Francia, o con la de una mujer que le escribe a su ex marido desde el dolor causado por la pérdida del hijo.
     Porque el dolor y la ausencia también están presentes en varios de los relatos; en el que se titula «Septiembre» Carmen, la mujer que escribe la carta dice: «... pero una mañana empecé a llorar con la cara metida entre la almohada y supe que mis heridas sufrían por fin esa forma de invierno que representa a la tristeza, esa tristeza que llevaba acumulada en los pulmones de la misma forma como otros acumulan nicotina».  
     O cuando un guatemalteco que se encuentra solo y deprimido en París escucha a una madre hablándole a su hijo en chapín y, repentinamente, le caen encima todos los recuerdos de las vivencias que lo llevaron a marcharse de su tierra; recuerdos que son los causantes de  la añoranza y la depresión que le impiden dormir y que lo llevan a descubrir que para las personas que emigran, la forma de su país será siempre parte de su sombra. Por lo menos la de una esquina. 
     Ante la fuerza de estas lecturas, el lector no puede más que detenerse, regresar la mirada hacia los párrafos anteriores y volver a leerlos, solo para llegar nuevamente a ese paraje que le nubló la vista durante unos segundos.
     Coreografía del desencanto también pudo llevar el título de Coreografía del desencuentro porque, tal y como dice uno de los personajes: «Yo solo sé que sigo viviendo como una calle que quedó despoblada durante un aguacero (...) Quizá sea esta en definitiva la distancia».
     Podría seguir copiando párrafos de este libro escrito —como me dijo el mismo autor— a lo largo de interminables noches y corregido hasta el agotamiento, pero prefiero recomendarles que lo lean, porque puedo asegurarles que mi lectura no sufrió ningún desencanto. Todo lo contrario.


Patricia Fernández
Septiembre, 2018






     

martes, 26 de junio de 2018

El insomnio y la locura


 «Insomnio: Tiempo extra que te concede la vida cuando un pensamiento no te ha jodido bastante durante el día»


Dicen que el insomnio es la dificultad para dormir o permanecer dormido durante la noche. Los expertos lo definen como un trastorno del sueño común.
     El artículo sobre el insomnio cayó en mis manos por casualidad. Confieso que no lo habría leído completo si no hubiera sido por la frase «trastorno del sueño común». Ante tal afirmación, no pude evitar preguntarme: ¿existe acaso un tipo de sueño extraordinario? 
     También me llamó la atención leer que entre las múltiples causas del insomnio —esas que más nos irritan porque no hay una pastilla que las cure: el estrés, la tristeza, la incertidumbre y los conflictos—, existe una que no afecta directamente a todas las personas: ser afroamericano. Las investigaciones muestran que los afroamericanos padecen más problemas de insomnio que los de raza blanca (no menciona qué sucede con otras razas).
     De joven, y durante un buen tiempo de mi vida adulta, yo solía dormir, como bien dice un amigo, con la paz de los que no deben nada. Mis horas de sueño variaban entre nueve y doce cada día. Me vanagloriaba de la fortuna que significaba quedarme dormida nada más poner la cabeza en la almohada y no volver a saber nada de nada hasta que sonaba la alarma del reloj al día siguiente.
     Todo cambió el día que me atacó el insomnio. No sé si fue de golpe o poco a poco, pero en algún momento caí en la cuenta de que a mi cuerpo le había dado por despertarse todas las noches a las tres de la madrugada. Las tres en punto; ni un minuto más, ni un minuto menos. Y cuando uno no está de fiesta, las tres de la mañana puede ser una hora maldita: todavía no hemos dormido lo suficiente como para sentirnos descansados y nos falta mucho para que llegue el momento de levantarnos. 
     No sé si a todos los que padecen de insomnio les sucede, pero a mí me dio por pensar de más. Los problemas o preocupaciones que durante el día manejaba con una calma bastante razonable, a las tres de la mañana adquirían una sobredimensión de tal calibre que el futuro, el pasado y la vida en general se volvían más aterradores que mis monstruos de infancia.
     El artículo decía también que el insomnio crónico dura más de un mes. Yo pasé más de dos años maldurmiendo antes de darme cuenta de que necesitaba ayuda médica. En la primera cita, y después de escuchar mis síntomas, el doctor me dijo que, derivado del insomnio, había desarrollado un temor a la noche. El diagnóstico no me extrañó, llevaba demasiado tiempo metiéndome en la cama con la certeza de que me despertaría pensando bobadas unas horas después. Lo que sí me extrañó fue escucharlo decir que no dormir enloquece. La falta de sueño trastorna tanto nuestra percepción de la realidad que podemos llegar a perder el enfoque, el sentido que le damos a nuestra vida.
     Y fue en ese momento cuando decidí que estaba enferma. Porque una cosa era dormir mal y la otra, enloquecer. Tenía insomnio. Un mal que empieza como un trastorno y termina alterando todo nuestro sistema mental. Inicié un tratamiento que no duró los tres meses que el médico me dijo que toma curarse en circunstancias más o menos normales. Estuve año y medio tomando medicamentos para disminuir la ansiedad y estabilizar todo mi estado físico y mental.

  Para mi gran suerte, el tratamiento dio resultado. Recuperé el ritmo del sueño y ahora duermo seis o siete horas seguidas (nunca volví a dormir aquellas nueve o doce de las que tanto me enorgullecía). 
     Lo que no he llegado a saber es si recuperé la mucha o poca cordura que debo haber perdido a lo largo de esos dos años, pero tampoco me importa. Lo que yo quiero es dormir en paz. Como si no le debiera nada a nadie.




Patricia Fernández
Junio, 2018


domingo, 10 de junio de 2018

La Esposa joven

A Alessandro Baricco hay que leerlo en voz alta, pronunciando cada frase, cada palabra y cada letra con la misma delicadeza con la que él las ha escrito. También hay que leerlo despacio, porque la historia está contada así: sin prisas. No debemos apurarnos, nos enteraremos de todo cuando llegue el momento.  La paciencia es uno de los regalos que deja esta novela.
     Desde la primera frase,  Baricco coloca su mano en la parte más baja de nuestra espalda baja y, guiándonos por las habitaciones de la casa nos cuenta, casi en un susurro, la historia de una familia sin nombre. Solo conocemos el de Modesto, el fiel mayordomo que conoce todos los secretos de la casa en la que ha servido durante los últimos cincuenta y nueve años. 
     Desde las primeras páginas, Baricco nos presenta al Padre, a la Madre, a la Hija, al Tío, a la Esposa joven. Desde las primeras páginas nos habla también del Hijo ausente y la espera ante su regreso. 
     Con un estilo narrativo impecable y un erotismo sutil, fino y elegante —el más sutil, fino y elegante con el que me he encontrado hasta hoy—, el autor va retirando los velos de una historia atípica en la que la vida familiar pareciera girar alrededor de la ausencia del Hijo y el despertar de los placeres del cuerpo. 
     Sin embargo, la narración no es constante. El mismo Baricco la interrumpe a ratos, entra en la historia como si pensara que, sentándose a la mesa como un invitado más, observando los movimientos de los actores de la historia que él mismo escribe, le dará la lucidez que necesita para comprender mejor a sus personajes. 
     Con la misma suavidad con la que se desliza la mantequilla sobre un trozo de pan recién salido del horno, el lector termina formando parte de la aparente excentricidad del grupo familiar, excentricidad que empieza desayunando nada más levantarse, sin haberse lavado o peinado, o con el temor a morir durante la noche.   

     Termino de leer La Esposa joven y, con una delicadeza y un sosiego que no siento, apoyo el libro sobre mi pecho y me quedo quieta. Me atemoriza pensar que cualquier movimiento medianamente brusco alejará de mí la sensación de que acabo de salir de un sueño del que no quiero despertar aunque, como dice uno de los personajes: «La noche ha terminado».





Patricia Fernández
Junio 2018


jueves, 19 de abril de 2018

El verdadero valor del tiempo

Hace ya algunos años, en la cúspide de mi juventud, cuando mi vida giraba alrededor de mis hijos, mi marido, mi casa, mi trabajo, mis amigos, mis papás, mis suegros y no sé cuántas otras personas y actividades que la memoria me ha regalado el lujo de olvidar, tenía las horas tan contadas que vivía pendiente del reloj para aprovechar cada minuto del día. Planificaba mis actividades de semana en semana y tachaba de desorganizadas a las  mujeres que no tenían ni idea de lo que harían al día siguiente. 
     Uno de esos días, al salir de la oficina y ver el reloj, me di cuenta de que, si me apuraba, tendría media hora para comprar en el supermercado algunas cosas que necesitaba. 
     Contenta —porque contar con treinta grandes minutos para avanzar en mis quehaceres me hacían sentir feliz— enfilé hacia el lugar. 
     Tomé una carreta y entré al lugar taconeando con precisión, al tiempo que me decía: «Treinta minutos. Tienes treinta minutos». Como conocía bien la tienda no perdería tiempo buscando los productos. Sabía exactamente dónde estaba cada cosa.
     Con lo que no conté fue con el pequeño kiosko de café gourmet que habían colocado al fondo del lugar: una isla bonita en medio del ambiente frío e impersonal del supermercado. 
     La debilidad que sentía y siento por el café le ganó la batalla a mi eficiencia. Mi mente de ejecutiva calculó que si me movía con rapidez, podría tomarme un café y hacer la compra al mismo tiempo. 
     Mientras avanzaba hacia el kiosko me fijé que el dependiente charlaba animadamente con una clienta que tenía frente a ella una taza de loza blanca. Se notaba que lo estaban pasando muy bien. La señora debía de tener más o menos la edad que tengo yo ahora. 
     Recuerdo que pensé, levantando una ceja, que la pobre mujer —sí, ese fue el adjetivo que le di— no tenía nada mejor que hacer con su vida que tomarse un café en un supermercado.
     Me detuve frente al mostrador, saludé a la señora con una sonrisa rápida y me dirigí al dependiente:
     —Buenos días. ¿Me podría dar un capuchino para llevar, por favor? Fuerte y con dos de azúcar.
     —¿Para llevar? —repitió el joven.
     —Sí. Para llevar. Tengo un poco de prisa —dije para que se apurara.
     La señora me miró de arriba abajo en silencio y luego, para mi sorpresa, se dirigió al dependiente:
     —Sírvale el café en una taza de verdad.
     Yo la miré extrañada. ¿Se estaba refiriendo a mi café?
     —El café se toma sentada y en taza. —Me dijo dando una palmada al asiento que estaba a su lado—. Siéntese aquí, patoja, y disfrute el momento.
     Mi mirada cambió a incrédula. La mujer estaba interfiriendo en mi vida y en mi tiempo. No sabía si ofenderme o responderle, con una amabilidad que no sentía, que yo tenía una vida muy ocupada y que ella no era quién para decirme cuándo, dónde y cómo debía yo beberme un café. Sin embargo, antes de decir nada volteé a ver mi carreta vacía, la empujé un poco hacia un lado y me senté en el asiento que me había indicado. No sé si mi reacción se debió a que fui educada para obedecer a mis mayores o a un evento sobrenatural, pero la cosa fue que no pude negarme. Esperé en silencio mientras el dependiente cumplía con el ritual de prepararme un capuchino doble, con azúcar.
     Lo demás fue una lección de vida: pasé la siguiente media hora conversando con dos personas completamente extrañas y ajenas a mí, riéndome y disfrutando cada minuto. Cuando terminé el café y me levanté para continuar con mis obligaciones, me sentía ligera y relajada. 
     Por supuesto, no compré nada. Dejé la carreta abandonada en un rincón del supermercado y me fui a mi casa con la sensación de que le había ganado al día bastante más que treinta minutos extras.

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Patricia Fernández
Abril, 2018

jueves, 8 de marzo de 2018

Recuperar la cortesía

Una de las cosas que más tiempo ocupa en las conversaciones cotidianas de los guatemaltecos es el tráfico. No hay un solo día que no escuchemos o hagamos un comentario sobre esto que para muchos de nosotros se está convirtiendo en una obsesión.  Tengo amigos que aunque sepan perfectamente a dónde van, no salen de su casa sin conectarse a Waze solo para saber cuántos minutos u horas de sufrimiento les esperan. 
     Hace unas semanas me encontraba yo atrapada en las calles de la zona diez, intentando llegar al bulevar de Vista Hermosa. Desesperada porque me había tomado más de una hora recorrer tan solo dos kilómetros, pedí ayuda a  San Waze quien, solícito, me guió hasta la octava avenida. No me fue nada mal hasta que me acerqué a la esquina de la segunda calle "A". Solo me faltaba una cuadra y media para llegar al bulevar. Si estiraba la cabeza, podía ver que, en la calzada, el tráfico fluía bastante bien. Me alegré de mi suerte hasta que me percaté de que la cola en la que yo estaba no avanzaba casi nada. Los minutos pasaban sin que se moviera más que unos pocos metros. No comprendí qué sucedía hasta que estuve de tercera en la fila y pude analizar la situación (eso de bueno trae el tráfico denso: nos obliga a ser más observadores para no morir de aburrimiento o desesperación). 
     El problema radicaba en que las almas que circulábamos por la octava avenida teníamos el alto frente a los que venían por la segunda calle "A". Por supuesto, cada vez que uno de los carros lograba incorporarse al bulevar y dejaba un espacio libre al final de la cola, el vehículo que estaba en la segunda calle se apropiaba rápidamente de dicho espacio. Lo mismo sucedía con el siguiente, y con el siguiente, y con el siguiente hasta que el vehículo que estaba en primer lugar en la esquina de la octava se lanzaba dispuesto a todo y bloqueaba la intersección, aceptando de mejor o peor manera los bocinazos y maltratos de los «suertudos» que llevaban la vía. 
     Mi caso no fue la excepción. Cuando por fin llegué al primer lugar de la cola, esperé tres carros y, antes de que el cuarto ocupara el último lugar de la siguiente fila, aceleré y, como todos los demás, bloqueé el paso y me apoderé del espacio libre. A mí tampoco me faltaron los adjetivos y bocinazos correspondientes, pero cuando uno va en medio de un tráfico tan poco amigable llega un momento en el que ya nada importa, lo único que se  quiere es avanzar.
     Pocos minutos después logré incorporarme al bulevar, circular y llegar a mi casa. 
     En el camino me puse a pensar en la falta de cortesía que derrochamos la mayoría de los guatemaltecos al manejar, sobre todo cuando se refiere a ceder el paso a otro vehículo. En el momento en que sentimos que alguien se va a poner delante de nosotros, apretamos el acelerador de tal forma que incluso nos arriesgamos a chocar contra el bómper del carro de adelante. 
     Y es ahí dónde yo me pregunto: ¿por qué los chapines no adoptamos la cultura del uno por uno? 
     Esta cultura consiste en dar paso cuando, por alguna razón, dos carriles se cierran y forman uno solo y, en vez de lanzarnos como leones a defender nuestro espacio en la fila, dejamos que pase el primer carro que está a nuestro lado. Una vez pasó ese auto, es nuestro turno y luego le toca al que va detrás nuestro para volver a empezar. Lo mismo sucede en los cruces, si todos sabemos que pasaremos en algún momento ninguno va a bloquear las intersecciones.
     ¿Se entiende lo que quiero decir? ¿Había escuchado antes esto del «uno por uno»? Estoy segura de que si pusiéramos en práctica esta pequeña muestra de civismo, nuestra vida sería más agradable (por lo menos en el tráfico).


Patricia Fernández
Marzo, 2018



     
    

jueves, 1 de febrero de 2018

De silencios y costuras. De libros y escritura

La vida nunca deja de sorprenderme. Cuando pienso que la tengo bajo control, que el momento que estoy viviendo me pertenece en su totalidad, que soy dueña del tiempo y que estoy bailando con muy buen ritmo, se acerca a mí por la espalda, me toca el hombro con suavidad y me recuerda que todo, absolutamente todo, puede cambiar en un solo segundo. Y no estoy hablando de grandes tragedias o pequeñas desgracias, solo de lo volátiles que son los minutos y que lo que hoy consideramos permanente puede darse la vuelta y convertirse en cualquier otra cosa, desde una buena noticia que consigue arrancarnos la más bella de nuestras sonrisas; esa que según nosotros no tenemos porque suponemos que sonreír es un acto voluntario, 
hasta un contratiempo que nos destantea y confunde de tal forma que pasamos varios días viendo las cosas a través de una nube de agua. 

     Y es entonces, en esos momentos de desconcierto, de pérdida de ritmo y confusión que me obligo a detenerme y volver a casa, por ponerle un nombre a ese mundo que vive dentro de mí y que es completamente independiente y ajeno a los ruidos, al miedo de quedarme sola, a mis inseguridades, al rechazo que siento por el tráfico que nos está aislando y a la pena, la frustración y la furia que me dan esos seres deshumanizados que están devorando una tierra que nos pertenece a todos. Volver a casa es retomar las temporalmente abandonadas tardes de silencio que me permiten escucharme, es recordar la maravillosa sensación que da tener un libro entre las manos y leerlo tumbada en el sofá con los piernas apoyadas en su respaldo; es volver al té de frutas que me reconforta y a las agujas de costura que, con su «Clic, clic. Clic, clic», me devuelven el ritmo y la armonía. 
     Hoy fue un día de esos, de silencios y costuras, de libros y escritura. Debo confesar que me hacía falta y que, al final, he decidido que como en la famosa frase de la película Lo que el viento se llevó, me agrada pensar que mañana será otro día. 



Patricia Fernández
Febrero 1, 2018
      

lunes, 8 de enero de 2018

Ser y tener familia

Se acabó un año que casi no sentí pasar. Lo viví como quien viaja en un tren de alta velocidad, aminorando la marcha en algunas estaciones sin por eso bajarse de él. El último día del año por fin pude detenerme, tomar el mucho o poco equipaje que llevo conmigo y bajarme a tomar aire, aunque solo fuera por un rato. En la estación de arena negra en la que descendí el sol estaba bajo, muy cerca de esa línea, aparentemente recta, que separa el aire del agua.

     Sin hacer mucho recuento sé que este fue un año de familia. Diferentes circunstancias me llevaron a pensar mucho en ese vínculo que une a los seres humanos. A mediados de año viajamos como no lo hacíamos desde que éramos pequeños: con mi madre viendo por nosotros. Mis hermanos y yo volvimos a ser niños, a ocupar el lugar que teníamos antes de que cada uno formara su propia familia, su propio hogar. No pudimos ir todos. Durante este viaje comprendí que las familias no pueden hacer todo juntas y que, como bien dice mi madre: «Cada quien es uno y su circunstancia». 

     Mi padre fue el gran ausente. No compartió con nosotros el paisaje que aprendí a amar a través de su mirada: el mar y su calma, el mar y su fuerza, el mar y su belleza, el mar y su azul. Creo que él hubiera disfrutado más que nadie la semana que pasamos navegando en las aguas más bellas que he visto hasta ahora, compartiendo en familia un pedacito de vida. Lo extrañé mucho esos días. No fue suficiente saber (o creer) que estuvo con  nosotros, que compartió la asombrosa maravilla de ver, apoyados en la barandilla de proa, cómo nos alejábamos de la majestuosa isla de Rodas o como la luz dorada del atardecer bañaba la isla de Simi y su pequeño pueblo turístico. Sé que se burló cariñosamente de mí cuando me escuchó decir que para que el mar fuera de ese azul perfecto había sido necesaria una mano mágica que lo vaciara, pintara su fondo y volviera a colocar el agua en su lugar. Sé también que le hubiera gustado mucho saber que, para mi hermano pequeño, solo otro viaje de su vida ha sido tan fabuloso como este. Me hubiera gustado abrazar a mi padre, compartir cada minuto del viaje con él, escucharlo reírse de sus nietos y con sus nietos, decirle que, imperfecciones aparte, él y mi madre hicieron un buen trabajo. Mi madre, que se encargó de regalarnos un viaje que estoy segura hubiera preferido organizar con mi padre al lado.

     El 31 de diciembre de 2017 volvimos a reunirnos otra vez a la orilla del mar. Como en el viaje de junio, tampoco estuvimos todos, pero yo ya tenía la lección aprendida: no siempre vamos a estar todos, lo importante es que los que estemos lo pasemos bien y compartamos juntos. Ese día no faltaron, por supuesto, los hermanos y sobrinos que, aunque no llevan mi sangre, forman una parte muy sólida de quién he llegado a ser: treinta y no sé cuántos años compartidos tejen un lazo tan fuerte como el de la herencia porque, como he dicho en otras ocasiones, cuando tienes suerte, cuando a la vida le da por ser buena contigo, los amigos y cuñados pueden convertirse en familia.

     A todos, a los que estuvimos y a los que faltaron, nos quiero desear un año mejor que el que terminó. Espero que nuestros sueños vuelen en las alas de un barrilete y que veamos juntos muchos últimos atardeceres, muchos finales de año y muchos inicios del siguiente; que sigamos cantando y bailando la noche vieja —y la noche antes y la de después—, pero sobre todo nos deseo la unión, la complicidad y la maravilla de ser y tener familia.


Patricia Fernández
8 de enero de 2018

viernes, 1 de diciembre de 2017

La vida, efímera hasta la muerte

Creemos que somos, o nos hemos vuelto, indiferentes a la muerte. Jugamos con ella, la ignoramos como quien ignora a un amante seguro, a ese que sabemos que nunca nos dejará porque cree que su vida depende del simple hecho de respirar nuestro mismo aire. Además, no contentos con ignorarlo, consideramos que si merece algo de nosotros es nuestra ironía y nuestra displicencia.

     Hasta que llega el día en que la muerte pega cerca, su guadaña nos despeina el flequillo y el silbido de la bala pasa tan cerca de nuestra oreja que lo escuchamos con la misma intensidad que un grito desgarrador. La noticia de la muerte de alguien cercano a nosotros nos sorprende, nos abruma y nos aturde a tal grado que pasan varios minutos antes de que tomemos la decisión de actuar, de correr hacia esos seres queridos para ofrecer el poco apoyo que se puede brindar en esos momentos.

     La tarde del martes 31 de octubre había decidido quedarme en casa para evitar dos tráficos: el del día de brujas y el del 1 de noviembre. Me negué a engrosar las filas de vehículos moviéndose a menos de un kilómetro por hora. Quería pasar una velada tranquila. 

     A las siete de la noche revisé mis mensajes del teléfono. Uno de ellos me dejó helada. Por el chat del whatsapp, un amigo cercano nos daba la noticia de que a las seis de la tarde habían matado en un bus a una joven que trabajaba en la colonia donde yo vivo. Había salido del trabajo rumbo a su casa y casi no había terminado de subir a la camioneta cuando unos tipos dispararon a quemarropa. Querían matar al chófer por no pagar la «multa», la extorsión.  
     
     Lo que este amigo no sabía cuando nos dio la noticia era que yo había visto crecer a esta joven de 37 años. Su familia ha tenido, desde que yo era casi una niña, una relación muy cercana con mi familia. Su mamá trabajó con mi mamá y luego, cuando nació mi primera hija, conmigo. Me ayudó a cuidar a mi bebé mientras yo trabajaba en una oficina. Para facilitarnos la vida, ella llevaba a su bebé a mi casa, así que las dos niñas pasaron juntas los primeros años de su vida.

     Al crecer, esta niña estudió secretariado y al graduarse me pidió que la ayudara a conseguir trabajo. Así lo hice y trabajó en la capilla de nuestra colonia durante casi veinte años. Me daba mucho gusto verla tan sonriente, serena y responsable. Cuando se casó fuimos a su boda. Tuvo dos hijas.

     La sacudida de dolor que sentí al leer el chat fue como un puñetazo en la boca del estómago. Me quedé sin aliento. Recuerdo que fui a la sala para contarle a mi esposo lo que había pasado. Le dije que quería ir al lugar donde estaba la joven y, seguramente, la familia. Me dijo que no, que solo estorbaríamos. Me senté en el sofá, me volví a levantar. Di dos vueltas por la sala. Caminé hacia la cocina y regresé a la sala. Miré a mi esposo, tomé las llaves de mi carro y me fui sola.

     Llegué al lugar. No había mucha gente. El bus ya estaba rodeado por la cinta amarilla y la policía y personeros del ministerio público tomaban nota y vigilaban al público. Busqué a la familia pero solo estaban dos primas de la joven. Me dijeron que a su abuela se la habían llevado, presa de un ataque de nervios. Regresé a mi carro.

     Subí a pie por el estrecho callejón y llegué a la casa, ya llena de familiares, amigos y vecinos. Gente solidaria a la que no le importa estorbar un poco. Abrí el pequeño portón y entré al patio. Ahí estaba la madre. Nunca olvidaré su cara al verme ni sus palabras cuando me abrazó, llorando: «Mi niña. Me robaron a mi niña». La gente que nos rodeaba vio a dos madres compartiendo el dolor más grande al que puede enfrentarse una mujer: la muerte violenta de un hijo. 

     En el rato que estuve ahí, intentado ayudar, intentado no estorbar, haciendo compañía consciente de que en esos momentos no hay palabras que consuelen, recapacité que cuando una persona muere no muere sola: los padres se quedan sin hija, las hijas se quedan sin madre, el marido sin esposa, los hermanos sin hermana, el tío sin sobrina, la madrina sin ahijada, la prima sin prima, la cuñada sin cuñada, la amiga sin amiga, la hermana sin hermana.

     Es solo cuando la muerte nos pega tan cerca que nos damos cuenta de que no solo muere quien muere; en ese caos, en esos pésames, en esos abrazos sin consuelo, en los pasos lentos camino al cementerio, en el momento en que los sepultureros tapan la tumba con cemento, comprendemos que un trozo de nosotros se quedará adentro del nicho, acompañando a la persona que amábamos. 

     Durante varios días lloré por la muerte total de la joven y la parcial de los padres, hermanos, hijas, esposo, abuelos, amigos, primas y todos los que la queríamos. Lloré por todas las muertes que no había llorado porque no conocía a las víctimas. Lloré de tristeza, de impotencia y de rabia porque, en medio del desconsuelo, la madre me dijo otra frase que tampoco voy a olvidar: «Lo más triste de todo, es que el asesino dormirá tranquilo». Tenía razón, en este país sin justicia los asesinos duermen tranquilos.

     La muerte nos acerca al abismo, nos abre los ojos ante una realidad que nos negamos a ver:  cuando una persona inocente muere violentamente, una familia se destroza, se parte en mil pedazos, se desploma, cae rota por el dolor. Los que estamos cerca los vemos consternados, no sabemos qué hacer. Nuestra precaria estabilidad se tambalea, trastabillamos y caemos al suelo donde nos quedamos unas horas, unos días, o unos meses —depende de qué tan cercanos estemos de la familia— hasta que nos damos cuenta de que, con o sin nosotros, la vida seguirá adelante. Entonces nos levantamos, nos sacudimos el polvo y seguimos viviendo. O, por lo menos, eso creemos.

Para Ani




Patricia Fernández
Noviembre, 2017

   
     

sábado, 28 de octubre de 2017

«Cosas veredes, Sancho»


Este año, los guatemaltecos conmemoramos que hace 50 años un compatriota ganó el Premio Nobel de Literatura: Miguel Ángel Asturias. Don Miguel Ángel nació en Guatemala el 19 de octubre de 1899 y murió en España el 9 de junio de 1974. Diferentes instituciones organizan eventos culturales para celebrarlo, y revistas y periódicos han publicado incontables artículos para elogiar y aplaudir a uno de los hombres que han marcado nuestra historia. Porque no es para menos,  a Asturias se le considera, entre otras cosas, uno de los más importantes precursores del boom latinoamericano. Fue, además, el tercer escritor americano (no estadounidense) en ser merecedor de este honor. 

 Seguramente, Miguel Ángel Asturias merecía el reconocimiento y no estoy en contra de ello. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme cómo ha influido este premio en la vida diaria de los guatemaltecos. El Teatro Nacional lleva su nombre, el Premio Nacional de Literatura, también, pero ¿qué más? Si hacemos un censo, ¿cuántos guatemaltecos han leído alguna de las obras de Asturias?, ¿cuántos saben quién fue?, ¿cuántos siquiera lo han oído mencionar? ¿Cómo ha contribuido este premio para que  los chapines intentemos  ser ciudadanos esforzados en sacar adelante esta patria nuestra? 

     Siempre me ha parecido una paradoja que en un país donde la educación y la lectura no son prioridad y los altísimos niveles de violencia y criminalidad no dejan que termine una guerra que duró poco más de 36 años, Guatemala ostente el honor de tener un Premio Nobel de Literatura y un Premio Nobel de la Paz. 

     Así como hace unos días me sorprendí al leer que la frase con la que titulo este artículo no salió de los labios de  don Quijote de la Mancha, sino que se remonta al Cantar del Mío Cid, cuando don Rodrigo Díaz de Vivar le dice al rey Alfonso VI: «Muchos males han venido por los reyes que se ausentan...» a lo que el monarca le responde: «Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras», y que de ella derivó la oración que luego se le adjudicó a Miguel de Cervantes Saavedra, así me sorprende Guatemala.

Patricia Fernández
Octubre, 2017