viernes, 1 de diciembre de 2017

La vida, efímera hasta la muerte

Creemos que somos, o nos hemos vuelto, indiferentes a la muerte. Jugamos con ella, la ignoramos como quien ignora a un amante seguro, a ese que sabemos que nunca nos dejará porque cree que su vida depende del simple hecho de respirar nuestro mismo aire. Además, no contentos con ignorarlo, consideramos que si merece algo de nosotros es nuestra ironía y nuestra displicencia.

     Hasta que llega el día en que la muerte pega cerca, su guadaña nos despeina el flequillo y el silbido de la bala pasa tan cerca de nuestra oreja que lo escuchamos con la misma intensidad que un grito desgarrador. La noticia de la muerte de alguien cercano a nosotros nos sorprende, nos abruma y nos aturde a tal grado que pasan varios minutos antes de que tomemos la decisión de actuar, de correr hacia esos seres queridos para ofrecer el poco apoyo que se puede brindar en esos momentos.

     La tarde del martes 31 de octubre había decidido quedarme en casa para evitar dos tráficos: el del día de brujas y el del 1 de noviembre. Me negué a engrosar las filas de vehículos moviéndose a menos de un kilómetro por hora. Quería pasar una velada tranquila. 

     A las siete de la noche revisé mis mensajes del teléfono. Uno de ellos me dejó helada. Por el chat del whatsapp, un amigo cercano nos daba la noticia de que a las seis de la tarde habían matado en un bus a una joven que trabajaba en la colonia donde yo vivo. Había salido del trabajo rumbo a su casa y casi no había terminado de subir a la camioneta cuando unos tipos dispararon a quemarropa. Querían matar al chófer por no pagar la «multa», la extorsión.  
     
     Lo que este amigo no sabía cuando nos dio la noticia era que yo había visto crecer a esta joven de 37 años. Su familia ha tenido, desde que yo era casi una niña, una relación muy cercana con mi familia. Su mamá trabajó con mi mamá y luego, cuando nació mi primera hija, conmigo. Me ayudó a cuidar a mi bebé mientras yo trabajaba en una oficina. Para facilitarnos la vida, ella llevaba a su bebé a mi casa, así que las dos niñas pasaron juntas los primeros años de su vida.

     Al crecer, esta niña estudió secretariado y al graduarse me pidió que la ayudara a conseguir trabajo. Así lo hice y trabajó en la capilla de nuestra colonia durante casi veinte años. Me daba mucho gusto verla tan sonriente, serena y responsable. Cuando se casó fuimos a su boda. Tuvo dos hijas.

     La sacudida de dolor que sentí al leer el chat fue como un puñetazo en la boca del estómago. Me quedé sin aliento. Recuerdo que fui a la sala para contarle a mi esposo lo que había pasado. Le dije que quería ir al lugar donde estaba la joven y, seguramente, la familia. Me dijo que no, que solo estorbaríamos. Me senté en el sofá, me volví a levantar. Di dos vueltas por la sala. Caminé hacia la cocina y regresé a la sala. Miré a mi esposo, tomé las llaves de mi carro y me fui sola.

     Llegué al lugar. No había mucha gente. El bus ya estaba rodeado por la cinta amarilla y la policía y personeros del ministerio público tomaban nota y vigilaban al público. Busqué a la familia pero solo estaban dos primas de la joven. Me dijeron que a su abuela se la habían llevado, presa de un ataque de nervios. Regresé a mi carro.

     Subí a pie por el estrecho callejón y llegué a la casa, ya llena de familiares, amigos y vecinos. Gente solidaria a la que no le importa estorbar un poco. Abrí el pequeño portón y entré al patio. Ahí estaba la madre. Nunca olvidaré su cara al verme ni sus palabras cuando me abrazó, llorando: «Mi niña. Me robaron a mi niña». La gente que nos rodeaba vio a dos madres compartiendo el dolor más grande al que puede enfrentarse una mujer: la muerte violenta de un hijo. 

     En el rato que estuve ahí, intentado ayudar, intentado no estorbar, haciendo compañía consciente de que en esos momentos no hay palabras que consuelen, recapacité que cuando una persona muere no muere sola: los padres se quedan sin hija, las hijas se quedan sin madre, el marido sin esposa, los hermanos sin hermana, el tío sin sobrina, la madrina sin ahijada, la prima sin prima, la cuñada sin cuñada, la amiga sin amiga, la hermana sin hermana.

     Es solo cuando la muerte nos pega tan cerca que nos damos cuenta de que no solo muere quien muere; en ese caos, en esos pésames, en esos abrazos sin consuelo, en los pasos lentos camino al cementerio, en el momento en que los sepultureros tapan la tumba con cemento, comprendemos que un trozo de nosotros se quedará adentro del nicho, acompañando a la persona que amábamos. 

     Durante varios días lloré por la muerte total de la joven y la parcial de los padres, hermanos, hijas, esposo, abuelos, amigos, primas y todos los que la queríamos. Lloré por todas las muertes que no había llorado porque no conocía a las víctimas. Lloré de tristeza, de impotencia y de rabia porque, en medio del desconsuelo, la madre me dijo otra frase que tampoco voy a olvidar: «Lo más triste de todo, es que el asesino dormirá tranquilo». Tenía razón, en este país sin justicia los asesinos duermen tranquilos.

     La muerte nos acerca al abismo, nos abre los ojos ante una realidad que nos negamos a ver:  cuando una persona inocente muere violentamente, una familia se destroza, se parte en mil pedazos, se desploma, cae rota por el dolor. Los que estamos cerca los vemos consternados, no sabemos qué hacer. Nuestra precaria estabilidad se tambalea, trastabillamos y caemos al suelo donde nos quedamos unas horas, unos días, o unos meses —depende de qué tan cercanos estemos de la familia— hasta que nos damos cuenta de que, con o sin nosotros, la vida seguirá adelante. Entonces nos levantamos, nos sacudimos el polvo y seguimos viviendo. O, por lo menos, eso creemos.

Para Ani




Patricia Fernández
Noviembre, 2017

   
     

sábado, 28 de octubre de 2017

«Cosas veredes, Sancho»


Este año, los guatemaltecos conmemoramos que hace 50 años un compatriota ganó el Premio Nobel de Literatura: Miguel Ángel Asturias. Don Miguel Ángel nació en Guatemala el 19 de octubre de 1899 y murió en España el 9 de junio de 1974. Diferentes instituciones organizan eventos culturales para celebrarlo, y revistas y periódicos han publicado incontables artículos para elogiar y aplaudir a uno de los hombres que han marcado nuestra historia. Porque no es para menos,  a Asturias se le considera, entre otras cosas, uno de los más importantes precursores del boom latinoamericano. Fue, además, el tercer escritor americano (no estadounidense) en ser merecedor de este honor. 

 Seguramente, Miguel Ángel Asturias merecía el reconocimiento y no estoy en contra de ello. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme cómo ha influido este premio en la vida diaria de los guatemaltecos. El Teatro Nacional lleva su nombre, el Premio Nacional de Literatura, también, pero ¿qué más? Si hacemos un censo, ¿cuántos guatemaltecos han leído alguna de las obras de Asturias?, ¿cuántos saben quién fue?, ¿cuántos siquiera lo han oído mencionar? ¿Cómo ha contribuido este premio para que  los chapines intentemos  ser ciudadanos esforzados en sacar adelante esta patria nuestra? 

     Siempre me ha parecido una paradoja que en un país donde la educación y la lectura no son prioridad y los altísimos niveles de violencia y criminalidad no dejan que termine una guerra que duró poco más de 36 años, Guatemala ostente el honor de tener un Premio Nobel de Literatura y un Premio Nobel de la Paz. 

     Así como hace unos días me sorprendí al leer que la frase con la que titulo este artículo no salió de los labios de  don Quijote de la Mancha, sino que se remonta al Cantar del Mío Cid, cuando don Rodrigo Díaz de Vivar le dice al rey Alfonso VI: «Muchos males han venido por los reyes que se ausentan...» a lo que el monarca le responde: «Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras», y que de ella derivó la oración que luego se le adjudicó a Miguel de Cervantes Saavedra, así me sorprende Guatemala.

Patricia Fernández
Octubre, 2017

     


    

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Música para el ánimo triste

Guatemala no está para fiestas. Desde hace días, meses o quizás años, el ánimo de los guatemaltecos no es el mejor del mundo. Cierto es que disfrazamos nuestro sentir con «memes» y bromas que, aunque simpáticos y ocurrentes,  no esconden totalmente nuestra desazón y nuestro sentimiento de pérdida. Porque eso es lo que sentimos muchos de nosotros: que nos estamos quedando huérfanos de patria porque, como un barco agotado, nuestro país hace aguas  por los costados. Los golpes de la corrupción y los embistes de la falta de sentido patrio y el desamor por la única tierra que tenemos han hecho mella en su frágil estructura. Guatemala navega contra corriente y sin timón, intentando sortear una tormenta a la que no se le ve tregua.

     Sin embargo, en medio de ese caos, de ese ánimo triste con el que vivimos, todavía hay momentos de luz y de calma.
     Ayer tuve la oportunidad de escuchar a la orquesta sinfónica infantil y juvenil de Santa Cruz Balanyá, un pequeño municipio del departamento de Chimaltenango. El grupo de niños, orquestados por su maestro, el profesor Edras Patá, y con la colaboración del Sistema de Orquestas de Guatemala (SOG), dieron un concierto con la finalidad de reacaudar fondos y conseguir patrocinios para que los niños puedan seguir estudiando música. Fondos que ayudarán a la orquesta a mantenerse a flote, a no naufragar.

     Al apagarse las luces, un grupo de jóvenes, cuyas edades oscilaban entre los siete y los diecisiete años, subieron al escenario llevando con ellos sus violines y chelos; se sentaron muy rectos y confiados, afinaron sus instrumentos, acomodaron las partituras y empezaron a tocar.  Palladio y la sinfonía No. 1 para cuerdas de Mendelssohn flotaron por el salón. Frente a mí, sentado junto a su madre y su hermanito, un pequeño jugueteaba con el arco del violín, esperando su turno para mostrarnos cuánto había aprendido. No perdí de vista a la madre a lo largo de todo el concierto: con una mano palmeaba a su niño pequeño, aquejado por una tos seca, mientras con la otra tomaba fotos con un teléfono celular que no parecía dominar muy bien. 
      Al terminar de tocar una pieza llamada «Darwall», cuyo arreglo fue hecho por el maestro Patá, los más pequeños dejaron sus instrumentos, se pusieron de pie al fondo del escenario y cantaron a coro el himno de la UEFA Champions League pues, como nos explicó el profesor Edras, los niños de Santa Cruz Balanyá aman el futbol, por lo que combinan una hora de práctica musical con dos de deporte. 
  
     Como dijo la directora de SOG, Rossana Paz Pierri, la música sensibiliza, despierta lo mejor del ser humano. Y eso hicieron los niños y jóvenes del SOG y de Santa Cruz Balanyá: consiguieron que el  público asistente tuviera, por unos instantes, la esperanza de que Guatemala puede ser. 



Patricia Fernández, 
Septiembre, 2017

lunes, 18 de septiembre de 2017

Sentir lo mismo dos veces


Esta es la segunda vez que leo esta novela. Esta es la segunda vez que al terminar de leer me he quedado en silencio, intentando contener el desaliento que me atraganta el alma. Esta es la segunda vez que me he quedado admirada por los sentimientos que puede despertar un escritor cuando cuenta bien una historia.
     Hoy quiero hacer mías las palabras de Valeria Luiselli: «Hay ciertos libros -muy pocos- que nos dejan con la sensación de haber tocado un fondo del cual no podemos ni queremos salir siendo el mismo lector. "Del color de la leche" es uno de esos libros».

Patricia Fernández
Septiembre, 2017

martes, 29 de agosto de 2017

¿Por qué en los días de lluvia me siento un poco más bueno?

Para Gonzalo. Y para los niños que fuimos.


Las torres de Nuremberg no fue solo uno de los muchos libros que mi mamá compró para nosotros, fue uno de los que más iluminó mi niñez. En ese momento, a mí no me importaba quién podía ser el autor: José Sebastián Tallón. No  me enteré que había nacido en 1904 y que había muerto en 1954, pocos años antes de que la cigüeña blanca me trajera cubierta con un ala. Tampoco me preocupó saber que fue considerado el primer poeta argentino que escribió para niños. Lo único que me interesó fue leer sus versos.
     El libro que teníamos en casa era muy bello (o así lo recuerdo yo), de pasta dura y dibujos acuarelados. Lo tuvimos por años, leí sus versos no una sino muchas veces, algunos incluso llegué a saberlos de memoria. En algún momento de mi adolescencia y sin saber bien cómo, el libro fue a parar a otras manos. Me quedé sin mis acuarelas, sin mis versos y sin mi autor. Durante años, algunas de las conversaciones de sobremesa en casa de mis padres trataron sobre el libro y la triste manera en que lo habíamos perdido. Mis hermanos y yo lo extrañábamos mucho. Los versos fueron cayendo en ese rincón del alma donde se guardan los recuerdos más bonitos. Los olvidamos un poco, no podíamos recitarlos completos.
     Años después, ya con tres de mis cuatro hijos nacidos, mi hermano pequeño apareció un día en casa. Me entregó un paquete al tiempo que exclamaba con la sonrisa en las manos: «¡Mira lo que encontré para ti!» Abrí el paquete con curiosidad, sin saber qué había dentro. Del envoltorio salió un ejemplar de Las torres de Nuremberg. No era igual al que teníamos en casa, estaba  desgastado por el uso que le había dado alguien más y no tenía un solo dibujo. En la última página decía que el libro había sido impreso en Buenos Aires, en el año de 1952. A mis ojos, era una joya. Pasé las páginas con delicadeza. Todos los versos estaban ahí, no faltaba uno solo de los que yo había creído olvidar. Ese libro ha sido uno de los regalos más bonitos que he recibido en mi vida, no solo por lo mucho que  lo había añorado, sino porque mi hermano supo lo que significaría para mí.
      Mis hijos crecieron escuchando los poemas de J. S. Tallón. Una de mis hijas todavía puede recitar completo el verso de La vaquita Clarabele. Los cuatro saben que existe una ciudad llamada Nuremberg, no la alemana de la que todos hemos oído hablar sino otra, la que "tiene mil años y quinientas torres y en cada torre suena una campana". Saben que cuando llueve escuchamos al Sapito glo-glo-glo, que Rapa tonpo cipi topo es como se pronuncia ratoncito en jerigonza y que "el grillito lindo que se esconde aquí, cuando yo lo busco calla su violín".    
     Podría transcribir aquí todos los poemas del libro, pues no hay un verso más bonito que otro, pero quiero contarles el que quizá despierta más la imaginación de los niños o, por lo menos, el que despertó la mía: 


La canción de las preguntas

¿Por qué no puedo acordarme
del instante en que me duermo?
¿Por qué nadie puede estar
sin pensar nada un momento?

¿Por qué, si no sé qué dice
la música, la comprendo?
¿Quién vio crecer una planta?
¿A qué altura empieza el cielo?

¿Por qué a veces necesito 
recordar algo y no puedo,
y después, cuando me olvido
que lo olvidé, lo recuerdo?

¿De qué color es la luna?
¿Por qué no hay ángeles negros?
¿Por qué no puedo correr
cuando me corren en sueños?

¿Por qué hay gallinas que cantan
como los gallos? ¿Y es cierto 
que hay relojes que se paran
cuando se mueren los dueños?

Y el pelo, ¿cómo nos crece?
¿por cuál de sus dos extremos?
Y los peces, cuando duermen,
¿tienen los ojos abiertos?

¿Por qué decimos con jota
mojca, rajgo, mujgo, frejco?
Y el gato, ¿sabe que es él
cuando se ve en el espejo?

¿Y sabe alguien en dónde
y cómo y cuándo, vivieron
los treinta y dos abuelitos
de sus ocho bisabuelos?

¿Y podrá decir, quien pueda
contestar a todo esto,
por qué en los días de lluvia
me siento un poco más bueno,

y lo que piensan las vacas
que rumian en el silencio
del atardecer, echadas
y tristes, mirando lejos?


Patricia Fernández
Agosto 2017

     


viernes, 28 de julio de 2017

Leer para escribir


Alguien dijo una vez que hay muchos lectores que no escriben, pero no existe un solo escritor que no lee. 

     La vida se va dando. Un paso después de otro. Un día, alguien te llama escritora. Palabra grande para quien, como yo, empezó a escribir nada más por la curiosidad de saber de dónde obtienen los autores las historias que nos cuentan, o porque sentía que si no sacaba lo que tenía dentro, reventaría como una olla de presión llevada al máximo de su capacidad. Escribir ha sido una forma de expresarme, de plasmar en un papel, en un cuaderno o en la pantalla de mi computadora lo que no sé decir cuando hablo. 
     
     Estoy completamente segura de que no habría logrado escribir si no fuera lectora. Sin todos esos libros que me han acompañado a lo largo de los años; sin esas horas enteras vividas en silencio, sola, apoltronada en un sofá o metida entre las sábanas tibias de la madrugada; sin la delicia de hacer sala de espera en la clínica de algún médico, agradecida porque todavía no me llega mi turno de pasar a consulta o tumbada a la orilla de una piscina, ajena al bullicio de la gente o aprovechando los segundos que tardaba un semáforo en cambiar de rojo a verde -eso ya no lo hago porque el trámite de ponerme y quitarme las gafas de ver es demasiado engorroso-. Sin todos esos ratos pasando una página tras otra, metida en una historia que  disfrutaba o sufría como si fuera la mía; sin todas esas tardes que dejé de hacer cosas que posiblemente eran urgentes, pero perdían importancia ante mis ganas de leer; sin todos esos momentos en los que al pasar la última página de un buen libro me he aferrado a él para retrasar unos minutos el instante en el que tengo que cerrarlo y decirle adiós, despedirme como lo haría de un amigo entrañable al que no volveré a ver en muchos años; sin los nervios culpables de entrar a una librería y saber de antemano que no saldré de ella sin haber comprado un libro, aunque eso apriete más mi llegada a fin de mes; sin las libreras que hacen de mi casa un hogar más acogedor; sin mi necedad de intentar que alguien más lea ese libro maravilloso que acabo de terminar... 

     Sin todas esas experiencias vividas, sin todos esos libros leídos, sé que hoy no sería quien soy, no pensaría como pienso, no opinaría como opino, ni escribiría lo que escribo.

https://www.facebook.com/poderosasgt/videos/987025274769966/

Patricia Fernández


Julio, 2017

viernes, 9 de junio de 2017

De mesas y vínculos

Una mesa redonda, un mantel blanco, sillas, platos, vasos, cubiertos, servilletas, jarra de agua y botella de vino que se van desordenando y vaciando al paso de la comida. Bullicio, risas, dos o tres conversaciones a la vez "¿Qué dijo?" pregunta algún despistado que no se enteró de por qué ríen los demás.   En un momento cualquiera, levanto la vista y veo a mi alrededor. Sin importar si los que rodeamos la mesa somos seis o doce, si somos familia o amigos, si nos conocemos desde siempre o desde ahora, ese instante mío, de silencio interior, de gratitud ante lo que la vida me regala en ese preciso instante es una de las experiencias más cálidas y acogedoras que he llegado a sentir. Me arropa y abriga tanto como el suéter cómodo de andar por casa. 
     No todos los días percibes, y quizá por eso es tan valiosa, la milésima de segundo que te dice que la vida es más de lo que crees, de lo que has imaginado, de lo que alguna vez soñaste. No todos los días el tiempo se detiene en cada una de las personas que rodean tu mesa. No todos los días lo ves respirar con suavidad e iniciar una danza lenta y suave que flota por encima de nuestras cabezas. Por unos breves instantes veo, sin escuchar, las caras de mi familia, de mis amigos, de mi gente. Los observo moverse, hablar entre ellos, reírse, mirar al frente, tomar la copa de vino, cortar un trozo de pan o limpiarse los labios con la servilleta. Cada movimiento es parte de esa danza que el tiempo baila sobre nosotros.
     Alrededor de las mesas celebramos, recordamos, extrañamos. Alrededor de las mesas creamos vínculos, nos domesticamos -como decía el zorro de El principito- porque, como también decía ese personaje optimista y tierno: "Solo se conocen las cosas que se domestican".
     


Patricia Fernández
Junio, 2017
  
     
     
     
     



     
     

jueves, 20 de abril de 2017

Mis cuadernos, mis amantes

Un día, cargada de paquetes, olvidé mi cuaderno de espiral en la carreta del supermercado. Cuando unos minutos más tarde regresé por él, ya no estaba. En ese robo, el ladrón se llevó la receta de mi ensalada favorita, la lista de lo que tenía que llevar a la playa ese fin de año y alguna que otra frase bonita que había leído en un libro, en un cartel o en la cola del banco. Si hubiera sabido lo que se llevaba, tal vez el ladroncito hubiera sido más considerado.
     Soy de cuadernos. Lleno uno detrás de otro sin ningún orden. Como el fumador que enciende un cigarrillo con la colilla del que se está terminando, yo empiezo uno en cuanto se me acaba el que tengo en la mano. En ellos han quedado garabateadas las listas de invitados para las celebraciones de Navidad o cumpleaños, los teléfonos del plomero, el electricista o carpintero que necesité en algún momento, los comentarios que hice cuando revisé la novela de una amiga, recetas de cocina apuntadas a carreras, las instrucciones de cómo tejer un suéter con dos agujas, y hasta alguna que otra clase de gramática cuando mi mamá, o esa amiga querida que siempre está dispuesta a ayudarme, han intentado aclararme alguna duda sobre el sujeto, el circunstancial, o por qué va coma en ese lugar exacto de la oración.
     Tengo guardados dentro de un mueble de mi habitación todos los cuadernos que he llenado a lo largo de los años. Cada cierto tiempo los saco con la intención de hacer limpieza, de tirarlos a la basura, de deshacerme de una pequeña parte de ese montón de cosas inútiles que vamos acumulando a lo largo de nuestra vida. Pero cuando los hojeo, cuando releo sus páginas y, a través de las listas de compras y mandados vuelvo a vivir la celebración de la piñata de alguno de mis hijos, los regreso a su lugar casi con veneración. 
     Durante un tiempo intenté acostumbrarme a las agendas digitales. Traté de convencerme de su utilidad: ocupan menos espacio dentro de la bolsa, pesan menos y lo que borras desaparece para siempre, no dan tiempo para arrepentimientos. Terminé siendo esclava de las agendas digitales y amante de los cuadernos (siempre llevo uno en la bolsa, metido en ella como si fuera algo prohibido, ese algo que no debería estar ahí.
     Y todo esto sin haber mencionado ni contado los cuadernos en los que escribo todo lo demás. Esos en los que anoto las ideas que pueden llegar a convertirse en una historia y que he intentado (a veces sin éxito), no mezclar con los otros. En ellos están los primeros borradores de casi todos los relatos que he escrito, mi sueño loco de llegar a ser escritora y, ¿por qué no decirlo?, yo misma dibujada en letras. 
     Mis cuadernos cuentan mi historia. Toda. Completa. Para conocerme, no se necesita nada más que  aprender a leer entrelineas. Y entre listas.

Patricia Fernández
Junio, 2017

jueves, 16 de febrero de 2017

Vidas perfectas

Que levanten la mano los que tienen una vida perfecta, dijo el señor, con los ojos entrecerrados, mirando al pequeño grupo que lo rodeaba.
     No me mire a mí, señor, busque en otro lado. Desvíe la vista más allá de mi silueta, quizá encuentre por ahí algún iluso que se lo cree o algún mentiroso que lo quiera engañar. ¿Vida perfecta? ¿Quién la tiene? Si conoce a alguien, dígamelo para que pueda yo darle unas buenas palmadas en la espalda y felicitarlo por la utopía que ha creado a su alrededor. ¿O deberíamos llamarla pantalla, cortina, biombo o muro? Porque eso no existe, señor, ni aunque lo parezca. Se lo digo yo. Lo que hace buena la vida -no perfecta, insisto- es la actitud con la que nos la echamos al lomo. Porque no va a negarme que hay quienes, ante un problema, una desgracia o un contratiempo, se ahogan en un charco de agua lodosa mientras que otros solo sacuden bien el pie para quitarse el exceso de barro antes de seguir adelante. Hay también quienes ni siquiera se atreven a acercarse a la orilla, huyen de la marejada que saben que les va a caer encima, mientras que otros se lanzan al agua dispuestos a nadar mientras les duren las fuerzas; los más intrépidos con muy poco más que el convencimiento de que son capaces, y los más precavidos con el salvavidas de la fe bien amarrado al cuerpo. Pero repito, todo es actitud. El truco está en encontrar eso a lo que llaman balance, en ser fiel a uno mismo, en centrarse en las promesas hechas, en no perder la esencia, en ceder sin permitir que nos arrebaten la dignidad. Por la cara que tiene, veo que se lo puse difícil. Tal vez se esté preguntando de qué carajos hablo, pero no voy a decírselo porque, a su edad, usted ya debería de saber a qué me refiero y, si no lo sabe, peor para usted, está jodido. Tampoco voy a sermonearlo. Ya pasé por ahí. Hace tiempo que me enfoco en cosas más enriquecedoras que intentar hablar con  gente como usted. Cada uno tiene lo que se ha buscado, lo que se ha trabajado con más o menos esmero y dedicación.

     Así que no me mire a mí, señor. Búsquese otro con quien rivalizar. Yo lo tengo clarísimo: la vida no es perfecta, pero si nos gusta lo que  percibimos, lo que vemos o lo que hemos logrado, bien está. Ahora, si de celos se trata, no pierda sus fuerzas en  aborrecer lo que no es. Si lo que busca es algo real, concéntrese en la actitud. Enfoque todas sus fuerzas en ella. Esa sí que es envidiable.

domingo, 15 de enero de 2017

Con el corazón despeinado

Cada vez que vienen los recibo con la loca y profunda convicción de que tres días, tres semanas, o lo que sea que vayan a estar, es una eternidad. Que tenemos todo el tiempo del mundo delante de nosotros.
     Con la agilidad del viento, nada más instalarse ya han desbaratado el precario orden que mantengo haciendo esfuerzos de malabarista. El número de personas que habitamos la casa parece multiplicarse más veces que ellos.   El bullicio vuelve a ocupar un lugar importante en este hogar mío que sé que poco a poco se irá quedando con cuartos ordenados, limpios y vacíos. Por lo menos la mayor parte del año. 
     Durante sus visitas las sobremesas se alargan, pasamos más ratos en la pérgola fumando, bebiendo café, charlando o, simplemente, estando. Los días se vuelven una mezcla de trabajo y vacaciones, de relegar obligaciones, de soledades olvidadas.     
     Y así pasan los días entre visitas a familia, carcajadas con los amigos, abrazos de bienvenida y de buenos deseos; de miradas tiernas y sonrisas cómplices; de conversaciones al atardecer, de consejos de madre a hija y pláticas de mujer a mujer -porque es en lo que se ha convertido, en una mujer hecha y derecha- y claro, también de momentos tensos, porque a ratos olvidamos que ya no somos las que fuimos.
     Más pronto que tarde los veo buscando el pasaporte que quedó refundido debajo de las libras de café que cada mañana les recordarán las vacaciones a él, su tierra a ella; los escucho hablar de la fecha en que tienen que presentarse a trabajar y de la pereza que esto les causa. Y obligo a mi cerebro a no pensar, a disfrutar cada minuto.
     Pero el tiempo es inexorable. No perdona. Nos lleva, inclemente, al momento de meter las maletas al baúl, subirnos al carro y llevarlos al aeropuerto. Los acompaño en la fila de la línea aérea; al igual que ellos, cruzo los dedos para que los bultos no excedan el peso permitido; los observo mientras les emiten los pases de abordaje y, finalmente, los acompaño a la puerta tras la cual ya no me es permitido pasar. 

     Los abrazo a los dos con una entereza y una serenidad que no siento -el que le doy a mi  niña dura unos segundos más que el que le doy a él-, los beso, les hago a los dos la señal de la cruz en la frente para que mi Dios me los proteja y los veo alejarse, bajar las escaleras. En cuanto pierdo de vista sus rizos me suelto a llorar. Solo unos segundos -no se trata de desplomarme, de perder el glamur, me digo para sacarme una sonrisa-. Luego respiro hondo, me seco las lágrimas con el clínex que, por si acaso, he metido en la manga del  suéter, me yergo y me dirijo hacia la salida. Ninguna de las personas con las que me cruzo parece notar que la mujer que pasa a su lado va caminando con el corazón despeinado. 

miércoles, 4 de enero de 2017

La amiga estupenda

Fue mi hermana la que me habló por primera vez de la escritora Elena Ferrante, del interés que estaba despertando la tetralogía que escribió sobre la vida de dos mujeres en un barrio de Nápoles, y del misterio que rodea su identidad (Wikipedia dice que es el seudónimo de una escritora de la cual hay muy poca información). 
     Compré el primer libro, La amiga estupenda, con la emoción y la curiosidad de descubrir algo nuevo, diferente. Con una prosa lenta, medida y estudiada, pero natural y serena a la vez, la autora introduce al lector a través de Elena Greco, la protagonista y voz narrativa, en la vida de los pobladores de un barrio obrero de Nápoles. La historia que nos cuenta Lenù, como le dicen sus amigos, resalta su relación con Lila, su amiga y compañera de colegio, dos mentes cuyo potencial llama la atención de la profesora de primaria y por las que intenta, abiertamente, conseguir que continúen estudiando para, sin decirlo de forma explícita, salgan de la vida monótona y limitada del barrio. De esto se va dando cuenta Elena poco a poco, a lo largo de los años, y es este descubrimiento el que la desconcierta, la desubica y la acongoja. 
     En ese punto termina el primer libro. Lenù tiene dieciséis años y está por tomar la decisión de no seguir estudiando, de intentar volver a integrarse a la vida del barrio donde creció y formar nuevamente parte de él para no sentirse aislada. Quiere ser lo que son todos los demás: obreros sencillos, conformados, aunque algunos luchen -con muy poco esfuerzo y entusiasmo- por sobresalir para ser más que el resto. 
     Hoy mismo empiezo el segundo libro: Un mal nombre, porque no puedo dejar de pensar en Lenù, en Lila y en todos los demás personajes que pueblan esta historia entrañable que Elena Ferrante nos cuenta de forma magistral.