viernes, 29 de enero de 2016

Un oficio solitario

No sé decir desde cuando leo, pero sí cuándo empecé a escribir. Fue hace casi seis años.  Una mañana, leyendo el periódico mientras desayunaba, vi un pequeño anuncio que invitaba a un taller de escritura creativa en una de las librerías de mi ciudad.  Sin pensarlo, me volví hacia mi marido y le dije: “me voy a inscribir en este curso”.  Llamé por teléfono y reservé mi espacio.


Todavía hoy me pregunto qué me empujó a hacer algo así.   Ni siquiera sabía que esos cursos existían.  Pensaba que los escritores eran seres dotados de una iluminación sobrenatural ajena a nosotros, los simples mortales. 

Empecé a ir al curso todos los miércoles, de seis de la tarde a nueve de la noche.  Vestida de negro riguroso por la reciente muerte de mi padre, arrastraba una tristeza que los amigos que hice allí me cuentan que era palpable.  No entendía qué estaba haciendo; me parecía (y seguro que así era) que nada de lo que escribía valía la pena y que la pregunta que me había rondado siempre, sobre de dónde se sacaban los escritores las historias que nos contaban, quedaría sin respuesta. Fabricarme un relato semanal parecía lo más difícil que había hecho en toda mi vida. 

Poco a poco, la escritura me fue envolviendo.  Descubrí autores que nunca había leído y que se han convertido en gurús de mi aprendizaje.  Empecé a divertirme. Confieso también que me dejé seducir por el ambiente, el profesor y los compañeros que tuve en aquellos primeros talleres.  

Los miércoles por la tarde se convirtieron en una parte vital de mi vida.  Pensar en el próximo cuento que debía escribir, una obsesión.  Sin embargo, donde percibí el verdadero cambio fue en que me sentí libre.  Libre para para expresar mis ideas -o mis dudas- a través de personajes que no eran yo. Libre para inventar, para imaginar.  Libre para fantasear con esas preguntas locas que me he hecho a lo largo de la vida y que la “gente seria” con la que me relaciono, no quiere escuchar: “¿Si se me paraliza el rostro y ya no puedo reír, reirán mis ojos?, ¿Si llego a vieja, sola y triste, se me arrugará más la cara?, ¿Qué piensan las ardillas?  Me hacía y me hago tantas preguntas, que si ocuparan espacio no me cabrían en el cuerpo.

Varias veces a lo largo de estos años he tenido la duda de haberme embarcado en algo demasiado grande para mí; me he acobardado tanto que hasta he pensado en dejar de escribir, de abandonarlo todo y regresar a mi vida de lectora, de espectadora.  Una de esas veces se lo comenté a una amiga y su respuesta se grabó en mi cuerpo como un tatuaje imborrable: “Tú podrás abandonar la escritura, pero ella nunca te va a abandonar a ti.  Te perseguirá toda tu vida, porque la llevas dentro”.  Si tenía o no razón, no lo sé. Pero aquí sigo.

Escribo para contar esas historias que me hubiera gustado que me contaran a mí.  Historias que pudieron haber sucedido, o que sucedieron. Escribo porque a veces la vida detiene su andar vertiginoso y avanza en cámara lenta.  Y es entonces, en esos momentos de silencio, cuando siento un algo que me susurra muy suave al oído: “aquí hay una historia”.  Y en ese pequeño instante mis sentidos se agudizan y puedo ver la duda en la mujer que se rasca una nalga mientras cruza la calle; palpo la derrota del hombre que se quita las gafas y las limpia con un pañuelo que dista mucho de estar limpio; huelo la desolación de la pareja que discute mientras espera que llegue el autobús y percibo la ternura en las manos entrelazadas de dos ancianos que pasean juntos una tarde cualquiera. Esas escenas, que normalmente vemos como cotidianas o triviales se convierten, dentro de mi piel, en una historia que contar.  Una historia que, repentinamente quiero escribir, necesito escribir.

Escribo también porque no deja de sorprenderme cómo una idea nace en mi cabeza y me obliga abandonar las sábanas calientes de la madrugada, o me empuja fuera de la regadera, hace que me enrolle en una toalla sin apenas secarme y tome el cuaderno y la pluma que mantengo en mi cuarto y empiece a escribir para no perder el impulso de eso que llaman inspiración. 

Me maravilla, como si de algo mágico se tratara, pensar que voy a narrar una historia y, sin ningún aviso, los personajes se rebelan contra mí y deciden ellos, a través de mi mano y la pluma que la sostiene, contar la suya propia sin que yo pueda hacer nada para intervenir. Me fascina darme cuenta de que, en ese momento, no soy más que una oyente de los relatos que yo misma escribo.

Y sobre todo, escribo porque me enamoré. Esa historia que ha rondado mi cabeza por varios días, que se ha acomodado en mi hombro y me incordia y hostiga hasta lograr que coloque mi trasero en una silla, tome el cuaderno y empiece a escribir, es el momento en el que más siento la euforia, la ternura y la pasión que solo se viven cuando se está enamorado. 

Patricia Fernández