No sé decir
desde cuando leo, pero sí cuándo empecé a escribir. Fue hace casi seis años. Una mañana, leyendo el periódico
mientras desayunaba, vi un pequeño anuncio que invitaba a un taller de
escritura creativa en una de las librerías de mi ciudad. Sin pensarlo, me volví hacia mi marido y le
dije: “me voy a inscribir en este curso”.
Llamé por teléfono y reservé mi espacio.
Todavía hoy
me pregunto qué me empujó a hacer algo así. Ni siquiera sabía que esos cursos
existían. Pensaba que los escritores
eran seres dotados de una iluminación sobrenatural ajena a nosotros, los
simples mortales.
Empecé a ir
al curso todos los miércoles, de seis de la tarde a nueve de la noche. Vestida de negro riguroso por la reciente
muerte de mi padre, arrastraba una tristeza que los amigos que hice allí me
cuentan que era palpable. No entendía
qué estaba haciendo; me parecía (y seguro que así era) que nada de lo que escribía valía la pena y que la pregunta que me había rondado
siempre, sobre de dónde se sacaban los escritores las historias que nos contaban, quedaría sin respuesta. Fabricarme un relato semanal parecía lo más difícil que había
hecho en toda mi vida.
Poco a poco, la escritura me fue envolviendo. Descubrí
autores que nunca había leído y que se han convertido en gurús de mi
aprendizaje. Empecé a divertirme. Confieso
también que me dejé seducir por el ambiente, el profesor y los compañeros que tuve
en aquellos primeros talleres.
Los
miércoles por la tarde se convirtieron en una parte vital de mi vida. Pensar en el próximo cuento que debía
escribir, una obsesión. Sin
embargo, donde percibí el verdadero cambio fue en que me sentí libre. Libre para para expresar mis ideas -o mis dudas- a través de personajes que no eran yo. Libre para inventar, para imaginar. Libre para fantasear con esas preguntas locas que me he hecho a lo largo
de la vida y que la “gente seria” con la que me relaciono, no quiere escuchar:
“¿Si se me paraliza el rostro y ya no puedo reír, reirán mis ojos?, ¿Si llego a vieja, sola y triste, se me arrugará más la cara?, ¿Qué piensan las ardillas? Me hacía y me hago
tantas preguntas, que si ocuparan espacio no me cabrían en el cuerpo.
Varias veces
a lo largo de estos años he tenido la duda de haberme embarcado en algo
demasiado grande para mí; me he acobardado tanto que hasta he pensado en dejar de escribir, de abandonarlo
todo y regresar a mi vida de lectora, de espectadora. Una de esas veces se lo comenté a una amiga y su respuesta se grabó en mi cuerpo como un tatuaje imborrable: “Tú podrás abandonar la escritura, pero ella nunca te va a
abandonar a ti. Te perseguirá toda tu
vida, porque la llevas dentro”. Si tenía
o no razón, no lo sé. Pero aquí sigo.
Escribo para
contar esas historias que me hubiera gustado que me contaran a mí. Historias que pudieron haber sucedido, o que
sucedieron. Escribo porque a veces la vida detiene su andar vertiginoso y avanza en cámara lenta. Y es entonces, en esos momentos de silencio, cuando siento un algo que me susurra muy suave al oído: “aquí hay una
historia”. Y en ese pequeño instante mis
sentidos se agudizan y puedo ver la duda en la mujer que se rasca una nalga
mientras cruza la calle; palpo la derrota del hombre que se quita las gafas y las
limpia con un pañuelo que dista mucho de estar limpio; huelo la desolación de la pareja que discute
mientras espera que llegue el autobús y percibo la ternura en las manos
entrelazadas de dos ancianos que pasean juntos una tarde cualquiera. Esas
escenas, que normalmente vemos como cotidianas o triviales se convierten, dentro
de mi piel, en una historia que contar.
Una historia que, repentinamente quiero escribir, necesito escribir.
Escribo también
porque no deja de sorprenderme cómo una idea nace en mi cabeza y me obliga abandonar las sábanas calientes de la madrugada, o me empuja fuera de la regadera, hace que me enrolle en una toalla sin apenas secarme y tome el cuaderno y la pluma que mantengo en mi cuarto y empiece a escribir para no perder el impulso de eso que llaman inspiración.
Me maravilla,
como si de algo mágico se tratara, pensar que voy a narrar una historia y, sin ningún
aviso, los personajes se rebelan contra mí y deciden ellos, a través de mi mano
y la pluma que la sostiene, contar la suya propia sin que yo pueda hacer
nada para intervenir. Me fascina darme cuenta de que, en ese momento, no soy
más que una oyente de los relatos que yo misma escribo.
Y sobre todo,
escribo porque me enamoré. Esa historia que ha rondado mi cabeza por varios
días, que se ha acomodado en mi hombro y me incordia y hostiga hasta lograr que
coloque mi trasero en una silla, tome el cuaderno y empiece a escribir, es el momento en el que más siento la euforia, la ternura y la pasión que solo se viven cuando se está enamorado.
Patricia Fernández