sábado, 1 de octubre de 2016

La luz y el mar


La luz es un imán que tira de mí con muchísima fuerza. Y si es la luz del sol, más aún. Y si es la luz del sol reflejada en el mar, no digamos. Y si es la luz del sol reflejada en el mar al atardecer, estoy perdida. Me atrae y me hipnotiza, y yo me rindo ante ella con la certeza y la tranquilidad que dan las posibilidades.


     Me subo al pequeño muro que da a nuestra casa la ilusión de privacidad y observo quieta, escudriñando el futuro. A mi derecha está el sol; le queda poco tiempo para iluminar este lado del mundo. Su guiño me dice que pronto se irá, pero que no me preocupe porque volverá mañana. El sol ha teñido el cielo de amarillo oro. Y el cielo se ha dejado porque se sabe hermoso.

     A mi izquierda, el día brilla todavía azul y da, a los que nos tomamos el tiempo de mirarlo, un último anhelo de eternidad.

     Veo ahora hacia el horizonte. Ha  llovido en algún lugar del océano porque un arcoiris sale de entre sus aguas, se eleva y se pierde entre las nubes -su espesura plomiza no deja ver hacia dónde va el arco de las hileras de colores.



     Me bajo de la pared pero no me alejo de ella, no le doy la espalda a la playa. No quiero perderme el espectáculo: el del mar y los tonos del agua que cambian de azul a gris con cada minuto que pasa; el de la bola de fuego -que solo a esta hora nos deja verla de frente y con los ojos abiertos-, escabulléndose detrás del espejismo de una línea recta, y el de las palmeras negras, recortadas contra el cielo dorado de otro atardecer.      

     Dentro de muy pocos minutos ese cielo se vestirá de negro. Si no se encapota, si decide regalarnos una noche clara, tendremos brillo de estrellas.


     La luz, ese imán que tira de mí con muchísima fuerza, ha vuelto a hacer de las suyas en mi ánimo. Venir a la playa me hace bien.