lunes, 8 de enero de 2018

Ser y tener familia

Se acabó un año que casi no sentí pasar. Lo viví como quien viaja en un tren de alta velocidad, aminorando la marcha en algunas estaciones sin por eso bajarse de él. El último día del año por fin pude detenerme, tomar el mucho o poco equipaje que llevo conmigo y bajarme a tomar aire, aunque solo fuera por un rato. En la estación de arena negra en la que descendí el sol estaba bajo, muy cerca de esa línea, aparentemente recta, que separa el aire del agua.

     Sin hacer mucho recuento sé que este fue un año de familia. Diferentes circunstancias me llevaron a pensar mucho en ese vínculo que une a los seres humanos. A mediados de año viajamos como no lo hacíamos desde que éramos pequeños: con mi madre viendo por nosotros. Mis hermanos y yo volvimos a ser niños, a ocupar el lugar que teníamos antes de que cada uno formara su propia familia, su propio hogar. No pudimos ir todos. Durante este viaje comprendí que las familias no pueden hacer todo juntas y que, como bien dice mi madre: «Cada quien es uno y su circunstancia». 

     Mi padre fue el gran ausente. No compartió con nosotros el paisaje que aprendí a amar a través de su mirada: el mar y su calma, el mar y su fuerza, el mar y su belleza, el mar y su azul. Creo que él hubiera disfrutado más que nadie la semana que pasamos navegando en las aguas más bellas que he visto hasta ahora, compartiendo en familia un pedacito de vida. Lo extrañé mucho esos días. No fue suficiente saber (o creer) que estuvo con  nosotros, que compartió la asombrosa maravilla de ver, apoyados en la barandilla de proa, cómo nos alejábamos de la majestuosa isla de Rodas o como la luz dorada del atardecer bañaba la isla de Simi y su pequeño pueblo turístico. Sé que se burló cariñosamente de mí cuando me escuchó decir que para que el mar fuera de ese azul perfecto había sido necesaria una mano mágica que lo vaciara, pintara su fondo y volviera a colocar el agua en su lugar. Sé también que le hubiera gustado mucho saber que, para mi hermano pequeño, solo otro viaje de su vida ha sido tan fabuloso como este. Me hubiera gustado abrazar a mi padre, compartir cada minuto del viaje con él, escucharlo reírse de sus nietos y con sus nietos, decirle que, imperfecciones aparte, él y mi madre hicieron un buen trabajo. Mi madre, que se encargó de regalarnos un viaje que estoy segura hubiera preferido organizar con mi padre al lado.

     El 31 de diciembre de 2017 volvimos a reunirnos otra vez a la orilla del mar. Como en el viaje de junio, tampoco estuvimos todos, pero yo ya tenía la lección aprendida: no siempre vamos a estar todos, lo importante es que los que estemos lo pasemos bien y compartamos juntos. Ese día no faltaron, por supuesto, los hermanos y sobrinos que, aunque no llevan mi sangre, forman una parte muy sólida de quién he llegado a ser: treinta y no sé cuántos años compartidos tejen un lazo tan fuerte como el de la herencia porque, como he dicho en otras ocasiones, cuando tienes suerte, cuando a la vida le da por ser buena contigo, los amigos y cuñados pueden convertirse en familia.

     A todos, a los que estuvimos y a los que faltaron, nos quiero desear un año mejor que el que terminó. Espero que nuestros sueños vuelen en las alas de un barrilete y que veamos juntos muchos últimos atardeceres, muchos finales de año y muchos inicios del siguiente; que sigamos cantando y bailando la noche vieja —y la noche antes y la de después—, pero sobre todo nos deseo la unión, la complicidad y la maravilla de ser y tener familia.


Patricia Fernández
8 de enero de 2018