
Con la agilidad del viento, nada más instalarse ya han desbaratado el precario orden que mantengo haciendo esfuerzos de malabarista. El número de personas que habitamos la casa parece multiplicarse más veces que ellos. El bullicio vuelve a ocupar un lugar importante en este hogar mío que sé que poco a poco se irá quedando con cuartos ordenados, limpios y vacíos. Por lo menos la mayor parte del año.
Durante sus visitas las sobremesas se alargan, pasamos más ratos en la pérgola fumando, bebiendo café, charlando o, simplemente, estando. Los días se vuelven una mezcla de trabajo y vacaciones, de relegar obligaciones, de soledades olvidadas.
Y así pasan los días entre visitas a familia, carcajadas con los amigos, abrazos de bienvenida y de buenos deseos; de miradas tiernas y sonrisas cómplices; de conversaciones al atardecer, de consejos de madre a hija y pláticas de mujer a mujer -porque es en lo que se ha convertido, en una mujer hecha y derecha- y claro, también de momentos tensos, porque a ratos olvidamos que ya no somos las que fuimos.
Más pronto que tarde los veo buscando el pasaporte que quedó refundido debajo de las libras de café que cada mañana les recordarán las vacaciones a él, su tierra a ella; los escucho hablar de la fecha en que tienen que presentarse a trabajar y de la pereza que esto les causa. Y obligo a mi cerebro a no pensar, a disfrutar cada minuto.
Pero el tiempo es inexorable. No perdona. Nos lleva, inclemente, al momento de meter las maletas al baúl, subirnos al carro y llevarlos al aeropuerto. Los acompaño en la fila de la línea aérea; al igual que ellos, cruzo los dedos para que los bultos no excedan el peso permitido; los observo mientras les emiten los pases de abordaje y, finalmente, los acompaño a la puerta tras la cual ya no me es permitido pasar.
