viernes, 1 de diciembre de 2017

La vida, efímera hasta la muerte

Creemos que somos, o nos hemos vuelto, indiferentes a la muerte. Jugamos con ella, la ignoramos como quien ignora a un amante seguro, a ese que sabemos que nunca nos dejará porque cree que su vida depende del simple hecho de respirar nuestro mismo aire. Además, no contentos con ignorarlo, consideramos que si merece algo de nosotros es nuestra ironía y nuestra displicencia.

     Hasta que llega el día en que la muerte pega cerca, su guadaña nos despeina el flequillo y el silbido de la bala pasa tan cerca de nuestra oreja que lo escuchamos con la misma intensidad que un grito desgarrador. La noticia de la muerte de alguien cercano a nosotros nos sorprende, nos abruma y nos aturde a tal grado que pasan varios minutos antes de que tomemos la decisión de actuar, de correr hacia esos seres queridos para ofrecer el poco apoyo que se puede brindar en esos momentos.

     La tarde del martes 31 de octubre había decidido quedarme en casa para evitar dos tráficos: el del día de brujas y el del 1 de noviembre. Me negué a engrosar las filas de vehículos moviéndose a menos de un kilómetro por hora. Quería pasar una velada tranquila. 

     A las siete de la noche revisé mis mensajes del teléfono. Uno de ellos me dejó helada. Por el chat del whatsapp, un amigo cercano nos daba la noticia de que a las seis de la tarde habían matado en un bus a una joven que trabajaba en la colonia donde yo vivo. Había salido del trabajo rumbo a su casa y casi no había terminado de subir a la camioneta cuando unos tipos dispararon a quemarropa. Querían matar al chófer por no pagar la «multa», la extorsión.  
     
     Lo que este amigo no sabía cuando nos dio la noticia era que yo había visto crecer a esta joven de 37 años. Su familia ha tenido, desde que yo era casi una niña, una relación muy cercana con mi familia. Su mamá trabajó con mi mamá y luego, cuando nació mi primera hija, conmigo. Me ayudó a cuidar a mi bebé mientras yo trabajaba en una oficina. Para facilitarnos la vida, ella llevaba a su bebé a mi casa, así que las dos niñas pasaron juntas los primeros años de su vida.

     Al crecer, esta niña estudió secretariado y al graduarse me pidió que la ayudara a conseguir trabajo. Así lo hice y trabajó en la capilla de nuestra colonia durante casi veinte años. Me daba mucho gusto verla tan sonriente, serena y responsable. Cuando se casó fuimos a su boda. Tuvo dos hijas.

     La sacudida de dolor que sentí al leer el chat fue como un puñetazo en la boca del estómago. Me quedé sin aliento. Recuerdo que fui a la sala para contarle a mi esposo lo que había pasado. Le dije que quería ir al lugar donde estaba la joven y, seguramente, la familia. Me dijo que no, que solo estorbaríamos. Me senté en el sofá, me volví a levantar. Di dos vueltas por la sala. Caminé hacia la cocina y regresé a la sala. Miré a mi esposo, tomé las llaves de mi carro y me fui sola.

     Llegué al lugar. No había mucha gente. El bus ya estaba rodeado por la cinta amarilla y la policía y personeros del ministerio público tomaban nota y vigilaban al público. Busqué a la familia pero solo estaban dos primas de la joven. Me dijeron que a su abuela se la habían llevado, presa de un ataque de nervios. Regresé a mi carro.

     Subí a pie por el estrecho callejón y llegué a la casa, ya llena de familiares, amigos y vecinos. Gente solidaria a la que no le importa estorbar un poco. Abrí el pequeño portón y entré al patio. Ahí estaba la madre. Nunca olvidaré su cara al verme ni sus palabras cuando me abrazó, llorando: «Mi niña. Me robaron a mi niña». La gente que nos rodeaba vio a dos madres compartiendo el dolor más grande al que puede enfrentarse una mujer: la muerte violenta de un hijo. 

     En el rato que estuve ahí, intentado ayudar, intentado no estorbar, haciendo compañía consciente de que en esos momentos no hay palabras que consuelen, recapacité que cuando una persona muere no muere sola: los padres se quedan sin hija, las hijas se quedan sin madre, el marido sin esposa, los hermanos sin hermana, el tío sin sobrina, la madrina sin ahijada, la prima sin prima, la cuñada sin cuñada, la amiga sin amiga, la hermana sin hermana.

     Es solo cuando la muerte nos pega tan cerca que nos damos cuenta de que no solo muere quien muere; en ese caos, en esos pésames, en esos abrazos sin consuelo, en los pasos lentos camino al cementerio, en el momento en que los sepultureros tapan la tumba con cemento, comprendemos que un trozo de nosotros se quedará adentro del nicho, acompañando a la persona que amábamos. 

     Durante varios días lloré por la muerte total de la joven y la parcial de los padres, hermanos, hijas, esposo, abuelos, amigos, primas y todos los que la queríamos. Lloré por todas las muertes que no había llorado porque no conocía a las víctimas. Lloré de tristeza, de impotencia y de rabia porque, en medio del desconsuelo, la madre me dijo otra frase que tampoco voy a olvidar: «Lo más triste de todo, es que el asesino dormirá tranquilo». Tenía razón, en este país sin justicia los asesinos duermen tranquilos.

     La muerte nos acerca al abismo, nos abre los ojos ante una realidad que nos negamos a ver:  cuando una persona inocente muere violentamente, una familia se destroza, se parte en mil pedazos, se desploma, cae rota por el dolor. Los que estamos cerca los vemos consternados, no sabemos qué hacer. Nuestra precaria estabilidad se tambalea, trastabillamos y caemos al suelo donde nos quedamos unas horas, unos días, o unos meses —depende de qué tan cercanos estemos de la familia— hasta que nos damos cuenta de que, con o sin nosotros, la vida seguirá adelante. Entonces nos levantamos, nos sacudimos el polvo y seguimos viviendo. O, por lo menos, eso creemos.

Para Ani




Patricia Fernández
Noviembre, 2017

   
     

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